Otro ensayo sobre la ceguera
Comencé a escribir esto no con el teclado sino con una nota de voz. Un dictado para mí mismo: «no está tan mal, si te quedas ciego puedes seguir escribiendo». No podía ver después de que me dilataron las pupilas y midieron la presión de mis ojos, pero en ese momento tenía muchas cosas en la cabeza y necesitaba escribirlas. Decirlas. Fue la primera vez en mi vida que asistí a la oftalmóloga. Tampoco se necesita una empatía profunda hacia los diabético para entender que la posibilidad de quedarnos ciegos ocupa el primer lugar en la lista de Miedos que provoca la falta de insulina. Y aunque las complicaciones derivadas de una diabetes descuidada pueden ser múltiples y variadas, la ceguera es la más difundida. Paradójicamente, por ser la más visible; junto con la amputación de alguna extremidad, casi siempre un pie.
Había aplazado la cita al oftalmólogo desde hace años. «Te voy a ser sincera», son declaraciones que si te las dice una doctora lo que tu cerebro escucha es: «Te vas a quedar ciego». Su sinceridad hacía referencia a que, idealmente, mis citas oftalmológicas debieron suceder desde el momento de mi diagnóstico. Pasaron 23 años para que llegara tal momento. La desidia solo es una forma más del miedo. La desidia es el peor vicio de los diabéticos. Mi doctor de cabecera me insistía en visitar al oftalmólogo lo antes posible. «No veo nada malo en tus ojos», me tranquilizaba; «solo hay que estar preparados», me advertía. En el Instituto Mexicano del Seguro Social te mandan al oftalmólogo hasta que presentas un problema haciendo caso omiso a su icónica campaña: en este caso, no vale tanto prevenimss.
Mientras tanto yo en mi mente me preparé para lo peor. Más valía prevenir. Aun cuando nunca he presentado síntomas de desgaste en mis ojos, sabía que podía pasar. Porque los ojos todavía me sirven para leer cifras y estadísticas y consecuencias oculares de vivir con la glucosa desequilibrada. Y aunque llevo ya un par de años con un tratamiento tan riguroso que hasta me envidio a mí mismo, no podía negarme que la eterna juventud y mis malas decisiones podrían tener consecuencias. No, no moralizaré la salud. Mis insalubres decisiones podrían tener consecuencias. Busquen «glaucoma» en Google. El miedo no anda en burro.
Así, mi preparación para la primera consulta con la oftalmóloga implicó una fenomenología del miedo. Hay gente que se prepara para maratones. Yo comencé a prepararme para la ceguera. «Borges murió ciego», recuerdo perfectamente que uno de mis mejores amigos me quiso tranquilizar con esa anécdota cuando platicaba mi mayor temor diabético. En «Elegía», un poema que escribió en Bogotá en 1963, dice Borges: «Oh destino de Borges, haber navegado por los diversos mares del mundo, haber envejecido en tantos espejos, haber visto las cosas que ven los hombres, la muerte, el torpe amanecer, la llanura y las delicadas estrellas, y no haber visto nada o casi nada. Oh destino de Borges, tal vez no más extraño que el tuyo». Borges empezó a perder la vista en 1955 y en 1977 pronunció varias conferencias en el teatro Coliseo de Buenos Aires y en una de ellas habló sobre su ceguera, sobre su lenta e inevitable despedida de los colores: «Empezaré refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde y el azul. Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo». El amarillo es el color que más me significa porque me recuerda a Guadalajara: a la mayólica de catedral, al ocre de la barranca seca entre noviembre y mayo, a la luz cálida y esplendorosa que se refleja con cada incendio en La Primavera. ¿Cómo le hacía Borges para escribir ciego? ¿A quién le dictaba? ¿Qué hubiera hecho Borges con las notas de voz?
¿Por qué me importa tanto quedarme ciego? Una pregunta que rondaba en mi cabeza cada vez me recordaba que debía ir al oftalmólogo. Intentaré mejor escribir cuentos sobre mí. Perderme en la ficción, como lo hacía soberbiamente Lucía Berlín con los capítulos más tormentosos de su vida. Es una buena forma de evitar el victimismo.
¿Por qué me importa tanto quedarme ciego? Concluí que porque soy humano. La obsesión humana con la vista es tal que nos hemos volcado a las pantallas. Sartori lo analizó políticamente desde que se masificó la televisión, aunque en realidad era una queja moralina ante la falta de lectura. Leer también es un acto visual. Nunca se podrán traducir todas las bibliotecas al braille. Lo queremos ver todo. Hay cámaras que entran en las arterias y telescopios que captan el choque de dos galaxias tan lejanas que nuestro cerebro es incapaz de comprender esa cifra. Queremos ver la música y hacemos videoclips, vamos a conciertos y nos imaginamos el soundtrack de nuestros funerales. Usamos perfume sobre todo cuando nos engalanamos para que los demás además de olernos, nos vean y nos digan: «qué guapo». El Ensayo sobre la ceguera de Saramago tiene 290 mil calificaciones en Goodreads; el Ensayo sobre la lucidez, 27 mil. Evidentemente nos importa más quedarnos ciegos que estúpidos. Dice Robert Sapolsky —un neuroendocrinólogo que escribe casi tan bien como Saramago— que la mayoría de los mamíferos conecta sus emociones con el olfato. Los primates lo hacemos principalmente con la vista. El promedio de fotos que guardamos cada uno en nuestros celulares es de cinco mil. Hemos convertido el verbo ver en sinónimo de sentir.
Pues mis epístolas sobre la ceguera se devaluaron después de que la oftalmóloga me dijo que mi presión ocular está en rango y mi nervio óptico se ve sano. Aún no descifro si soy una persona con suerte o un simple exagerado.
Dice Lucía Berlín que el miedo, la pobreza, el alcoholismo y la soledad son enfermedades terminales. Urgencias, de hecho. La diabetes, afortunadamente, solamente es una enfermedad crónica y de mí depende que no sea degenerativa. Mi destino, por el momento, aún resulta extraño al de Borges.
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