Olvidarse de vivir
I try to live in black and white, but I'm so blue.
—Billie Eilish
En estos tiempos donde ya todo es internet, no suena descabellado asumir que ahora los memes juegan el rol de palomas mensajeras. Era un diagrama de Venn en el que se intersectan la gente religiosa, la gente drogadicta y la gente fit. Al centro de los tres: subir cerros. A la gente drogadicta y a la gente fit los unía la poca grasa corporal. Me reí. A la gente religiosa y a la gente fit los unía creerse mejor que el resto. Me asusté. Hay algo (mucho) de verdad en eso; por eso el chiste tiene sentido.
Hace un par de años que me convertí en gente fit. Y sí, me convertí, pues no tendría por qué negar que es una religión. Una religión, como todas, que te exige creer en ciertos dogmas y rituales que no respetan culturas, sexo ni nacionalidad. Además, como toda religión, entre más absurdo el ritual más sentido cobra: como las penitencias católicas, millones de personas alrededor del mundo salen a correr sin ningún objetivo más que colgarse una medalla que ellos mismos pagaron; otros tantos se hunden en tinas de hielo para alcanzar la liberación profunda del apego (el propio cuerpo) que requiere el budismo; algunos, como los musulmanes con el cerdo, abandonamos el azúcar y las harinas refinadas.
En mi caso, además, había un caldo de cultivo para la conversión. Sin ir más lejos, el gimnasio al que voy se llama Redemption; la escuela en la que cursé mi secundaria y preparatoria tiene un club alpino cuyo lema es “Con Dios a la Cumbre” (las mayúsculas fueron mi decisión), y mi madre, si bien no ha abandonado del todo el catolicismo, ha integrado dogmas new age a su vida para sobrellevar las consecuencias del capitalismo post-industrial sobre-estimulante.
Yo venía de un proceso poco sano. Y abandonar cosas pasadas es, quizá, una de las razones por las que la gente se hace fit. Eso mismo les ocurre a quienes se convierten a una religión. Implica atravesar un ritual muy ególatra sobre el arrepentimiento. Una limpia. Una desintoxicación. La gente que se hace fit viene de una transición; o en muchos casos, de una ruptura. Y lo comprobé hoy que bajé 450 metros para llegar al río Grande, mejor conocido como río Santiago, y volverlos a subir con la barranca de Huentitán a mi alrededor, más verde que nunca. Y me sorprendió tanto como me tranquilizó darme cuenta de que no era el único; y que era evidente que quienes hacíamos la travesía solos, estábamos atravesando por un proceso donde había que recurrir a rituales para afrontar la vulnerabilidad. No es coincidencia que al inicio o al final del camino se encuentre una capilla, ni que en los alrededores haya tantos predicadores de los Testigos de Jehová. (También había otros que iban solos y que sus intenciones, veladas aunque también evidentes, eran más bien parte de un ritual de apareamiento.)
Existen varios tipos de duelo, según algunos tanatólogos. El de la muerte de alguien querido es el más tratado. Pero se viven procesos psicoemocionales similares cuando te diagnostican una enfermedad crónica (o sea, una enfermedad de la que ya no te vas a poder deshacer). Yo tardé veinte años en llegar a vivir ese duelo. Cuando me diagnosticaron, ni yo ni mi familia teníamos herramientas psicológicas y ni siquiera se usaba eso de ir a terapia. Acababan de terminar los noventa. Este ejercicio me sirvió para dimensionar el paso del tiempo y la ansiedad que provoca el aceleradisimo avance tecnológico: cuando me diagnosticaron nadie tenía internet. Era lógico que el duelo iba a tardar en llegar. Pero llegó.
Intuyo que pueden suponer que vivir el duelo de una enfermedad crónica no es fácil. Yo lo he ido esparciendo por casi dos años ya. Además de una enfermedad como la diabetes tipo 1, cuyos requerimientos no solo son farmacológicos, sino metabólicos y por lo tanto de estilo de vida. Es menos engorroso ser diabético tipo 1 si mantienes un estilo de vida saludable. Y mi viraje fue tal que no había forma no dogmática de mantener el ritmo. “De algo tenías que agarrarte”, me dijo sabiamente mi amiga Sofía.
Sin embargo, lo que he descubierto en esta conversión religiosa es que, de fondo, muy en el fondo, lo que está detrás es un afán por ocultar el victimismo. La ética moderna y liberal nos invita a hacernos cargo de todo lo que nos ocurra, principalmente nosotros mismos. Pero yo no quería que me ocurriera lo que me ocurrió. Yo no quería tener que ir a la farmacia una vez por semana o a veces más. Yo no quería vivir en un país donde la salud pública es tan indiferente que solo te entrega 600 pesos de un tratamiento que para que sea eficiente y sencillo debería costar 18 mil (sin póliza privada, nadie en México podemos pagarlo). Yo no quería tener que vivir con miedo a la ceguera. ¿Alguien más tiene miedo constante a la ceguera? Es similar al miedo mexicano por la posibilidad de que te asalten, esa misma recurrencia pero pensando en la ceguera. Yo no quería vivir inyectándome insulina de por vida y, sin embargo, me tuve que hacer cargo.
Mi dogmatismo con lo fit, intuyo, fue consecuencia de una mezcla de varias etapas no acompañadas del duelo: negación, ira y negociación con mi páncreas disfuncional (aunque cada vez se sabe más que el disfuncional es mi sistema inmunológico, no mi páncreas). Y ahí es cuando la cosa se complica. Porque es muy tentador aprovechar el papel de víctima para seguir evadiendo y no hacerse cargo. “Es que yo no quería”. Resulta muy desolador darte cuenta de que eso no importa, y peor: a nadie (o a muy poquitas personas) le importa. La enfermedad me sucedió a mí y ya. Con mi dogmatismo fit se colaba un deseo desordenado por querer que todos me acompañaran a ser diabético. Pero eso no se puede.
Cuando alguien muere por falta de insulina, se suele decir que fue víctima de la diabetes. La diferencia conmigo es que nunca me ha faltado insulina; al contrario, he vivido en tiempo real el avance cada vez más contundente de los tratamientos. Por eso hay una diferencia semántica entre ser víctima y victimista. Y más en este país donde miles o millones mueren constantemente por falta de acceso a avances farmacológicos y a educación de calidad.
Abrazar la última etapa de un duelo, la aceptación, es tan doloroso como liberador. Y para comenzar a afianzarlo, decidí ir solo a la barranca. Siempre había tenido ganas de hacerlo y siempre me frenaba porque soy diabético. Qué tal si me da un bajón severo o cómo afrontar los obstáculos si ocurre un accidente. Un diabético no debe estar solo, acuérdate. Todos pretextos ambiguos, como si no dedicara una cantidad significativa de tiempo y decisiones cotidianas en tener mi control glucémico en orden para hacer lo que me plazca con los cuidados endocrinológicos que ello requiera. Si cada vez más voces me lo hacían ver, era porque seguía atorado en la etapa de la negación, y ya había pasado suficiente tiempo. Estoy bien. Mi glucemia está bien. Sé perfectamente qué hacer y cómo prevenir eventualidades. Fui a la barranca solo.
Un ritual, además, con un esfuerzo físico tal que te obliga a conectar la cabeza con el cuerpo; por eso tanta gente peregrina. Y así, el ritual me confrontó con mi mayor miedo: la única persona que se puede hacer cargo de mi enfermedad, soy yo. Quiero confiar en que estoy preparado.
Tampoco soy ingenuo; sé que lo que viví hoy es más bien excepcional, y lo más estratégico sin duda es llevarla al plano de lo ordinario. Admito que los siguientes pasos no serán sencillos, ahora corresponde sanar las heridas que yo mismo me hice. Toca pedirme perdón y aceptar que mi intención nunca fue hacerme daño. No per se. Y reconocer que este proceso tiene un objetivo concreto, porque se corre también el riesgo de convertirme en alguien que hace de la sanación un dogma y vive perennemente en el autoflagelo. Hay gente que hasta hace negocio con la culpa; los católicos entendemos de eso.
Toca también ser cauteloso y mesurado. En los años más recientes de mi vida me han recordado constantemente que es mejor no cantar victoria porque se nos olvida la letra. Sin embargo, Miguel Bosé matiza y dice: dame al menos dos oportunidades, no es un arte fácil prometer.
Aún desconozco qué fue lo que me motivó a afrontar el duelo por mi enfermedad. Es multifactorial, en este espacio de escritura he explorado múltiples razones. Pero también ya estoy listo para volver a escribir y pensar en muchos otros temas, pues me motiva reconocer que soy más cosas además de diabético.
El otro día, mi hermana que es psicóloga analizaba que alguien no había tomado una decisión a tiempo porque no se había acabado de formar su lóbulo frontal. En los nuevos dogmas evolutivos que procuro, me hizo sentido: llegó el punto en el que se activaron mis mecanismos para sobrevivir, que es a fin de cuentas el fin último de la vida. También el otro día tuve que aclararlo en voz alta: me sigue gustando mucho vivir.
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