Decálogo de un diabético para dejar de comer basura



  1. Separa la comida de la basura. Comemos basura sin darnos cuenta. Y no nos damos cuenta por un detalle inmanejable: la basura es deliciosa. Sabe a galletas de chocolate cubiertas con más chocolate, a una Coca-Cola fría, a un pan dulce con atole. Pero no hay que pensar en basura como algo desagradable, sino como el origen mismo de la palabra: algo que se desecha porque no sirve. Es una lástima darte cuenta de que lo que creías que era comida, en realidad es basura. Nos estafaron: la función de la comida es nutrir a todo el cuerpo, mientras que la basura solamente alimenta al cerebro. 
  2. Identifica que sí es comida. La comida, en términos generales, es muy fácil de encontrar: es todo aquello de la naturaleza que puedes ingerir sin envenenarte. El agua de la lluvia, por ejemplo, o una espinaca, una almendra, una manzana, un pescado, un huevo o la nata que se hace cuando dejas la leche orear. Entre más se aleje aquello que vas a ingerir de su estado natural, es muy posible que estés comiendo basura. Ni un desayuno de iHop ni una Big Mac se encuentran entre los matorrales. Por desgracia, quizá tampoco una torta ahogada.
  3. No te culpes por comer basura, es que te acostumbraron a la dopamina. La dopamina es una droga que producimos casi todos los animales y sirve para soportar ambientes hostiles. El ejemplo ya clásico: nuestros ancestros vivieron terribles eras glaciales de penuria y vacío, sin comida ni esperanza, y cuando veían a lo lejos un árbol con frutas se volvían locos porque significaba la posibilidad de sobrevivir. Pero para llegar al árbol había que cruzar un lago congelado donde además se escuchaban rugidos de bestias. ¿Qué conviene más? ¿Seguir buscando otro árbol aunque corra el riesgo de no encontrarlo y morir de hambre? ¿O ir tras ese árbol aunque es posible que con las pisadas se rompa el hielo o me ataque un oso? Los ancestros que sobrevivieron son los que se fueron por la segunda opción porque la dopamina les dijo: “sí se puede” y sí se pudo. Tales motivaciones fueron moldeando nuestra conducta para optar por las opciones que, aunque riesgosas, aseguraban la supervivencia. Es una explicación muy simple, pero esa es la razón por la que optamos por la comodidad: por la que usamos escaleras eléctricas en vez de subir con nuestras piernas sanas, nos operamos la nariz en vez de aprender a respirar o por la que nos comemos una dona en lugar de una lechuga: porque la dopamina nos indica que es más sencillo, pues conseguiremos lo mismo pero más rápido aunque haya algunos peligros de por medio.
  4. Respeta los genes de tus ancestros. Sin embargo, hoy ya no hay penuria, ni hambruna, ni escasez, sino todo lo contrario. Y en un contexto donde tenemos pasillos de supermercados saturados de comida, la dopamina nos sigue marcando la pauta primitiva: “vete por el camino sencillo, sí se puede”. Daniel Z. Lieberman es un médico psiquiatra que ha estudiado muy bien a la dopamina y lo explica de manera sencilla: “Somos animales heridos” por lo que nuestro cerebro “usa dopamina para procesar recursos que no tenemos”. En términos evolutivos, la dopamina nos condenó a la insatisfacción porque bien pudieron llegar nuestros ancestros al árbol y quedarse plácidamente ahí. Pero no. La dopamina vive del futuro y nos recuerda que ese árbol se va a acabar pronto. La dopamina nos dice que no hay que parar nunca.
  5. Desintoxicarse no es un viaje sencillo. Debido a que hoy ya no hay penuria sino exceso, estamos desarrollando tolerancia a la dopamina y como con cualquier droga, necesitamos cada vez más para sentir los mismos efectos. Y cuando la tolerancia pasa a dependencia, se llama adicción. En la era moderna, violamos el funcionamiento de la dopamina: pasó de motivarnos a saturarnos. Con la comida basura la cosa se complica porque la ingerimos desde que somos niños. Entonces nuestro cerebro y nuestra conducta están acostumbradas a verla como un premio. Por eso le decimos a los niños que si se portan bien, les compramos un Pulparindo y no una manzana. Así, como nuestro cerebro desde niño está acostumbrado a alimentarse de basura, si queremos abandonarla, la transición tendrá que ser pausada y paciente. No hay fórmulas mágicas, ni atajos. Saber que será complicado te ayuda a mantenerte estable: es similar a una subida cuando vas en la bicicleta o cuando decides usar brackets, debes pasar por un momento difícil para después disfrutar.
  6. Compensa tus estímulos y recompensas. Tras la subida en bicicleta, no hay nada más placentero y simple que la bajada. Pasa igual con la desintoxicación de azúcar y grasa saturada. En ese camino, siempre es conveniente darle al cerebro otros premios que suplan las recompensas que implicaba la saturación de basura. Las técnicas son mucho menos coloridas que la publicidad de Sabritas, la cual además te advierte que te va a generar adicción: “a que no puedes comer solo una”. Pero llegan: el mismo cerebro produce otras drogas del placer y muchas de ellas están relacionadas con el deporte, como las endorfinas y los endocannabinoides. También sirve ponerte metas pequeñas pero realizables e ir sumando puntos a tu vida: caminar cien pasos más cada día, apagar las notificaciones del celular, respirar antes de tomar una decisión. Es un cliché, pero es verdad, esta competencia es contigo mismo. 
  7. Practica la autocompasión. Si eres un niño con diabetes tipo 1 resulta inevitable sentirse diferente y excluido cuando todos los demás niños en el recreo se iban por papitas y dulces, y yo me quedaba comiendo pepinos. Si el mundo fuera ideal, diferente y excluido sería el niño que come basura, pero así no funcionan las cosas y lo sabemos: las piñatas divertidas son las que se llenan de dulces, no las que se llenan de mandarinas y cacahuates. No voy a cambiar el mundo, no es mi tarea hacerlo; pero puedo ser más consciente de cómo funciona y así sentir menos culpa cuando se me antoja una galleta de chocolate cubierta con más chocolate. Porque todo está diseñado para estimular mi cerebro: el anuncio que dice que la felicidad es una galleta, un Oxxo en cada esquina, una pésima regulación gubernamental a los productos que ingerimos… Cuando me doy cuenta de que tengo nulo control sobre la cantidad infinita de estímulos que buscan que confunda la felicidad con una galleta, siento compasión hacia mí mismo, me calmo y sigo caminando. 
  8. Sana la relación con la comida, no con la basura. No hay nada malo en comer basura siempre y cuando estemos conscientes de que es basura. Algo que me ha funcionado en este proceso es preguntarme: ¿es antojo o es hambre? Casi siempre, cuando es antojo, estoy obedeciendo a mis impulsos dopamínicos, porque lo que se me antoja son unos Doritos y el antojo brotó por ver publicidad, estar cerca de una tienda o al odiarme a mí mismo por no producir insulina. Muy rara vez se me antojan unas espinacas o un huevo, y cuando surge ese antojo, casi siempre coincide con que es hambre. No hay que sanar la relación con la basura, no hay por qué decirle: “basura, tú eres buena, yo soy el que no me sé controlar”. Esa es una mentira: la basura está diseñada para que no te controles. Es mucho más liberador sanar la relación con las espinacas, las almendras, los nopales y los chayotes, que por alguna perversa razón (¡dopamina!), nos hemos hecho a la idea de que nos desagradan. Sanar la relación con la basura es exactamente igual a creerle a tu ex que te lleva engañando sistemáticamente que ahora sí va a cambiar.
  9. Santifica la fibra. Los carbohidratos (azúcar, glucosa, almidón) son la principal fuente de energía del cuerpo humano. Y lo único que existe en la naturaleza que es azúcar en su estado más puro es la miel. La selección natural es canija: rodeo a los panales de insectos bellísimos pero capaces de picarnos si nos acercamos demasiado. Aparte de la miel, en la naturaleza hallamos carbohidratos en calabazas y mangos, en zanahorias y naranjas. Con la revolución agrícola se complicó el asunto, porque también los hallamos en trigo, maíz o arroz, pero los comemos en su forma menos natural: los trituramos, los molemos, los horneamos para hacer pan, cereal y sushi. Pero nuestro diseño evolutivo está acostumbrado a recibir los carbohidratos como un regalo. ¿Y cómo se diferencia una cosa común de un regalo? Exacto: por su envoltura. No hay nada más inútil que una envoltura y no vamos a parar nunca de decorar regalos porque es lo que nos ayuda a darle ese hermoso significado. Si a cualquier objeto le pones un moño, sabrás que es un regalo y la emoción se multiplicará. Así es la fibra: el envoltorio que convierte a nuestra energía en un regalo. Entonces si vas a ingerir esa energía sin envoltorio —si al trigo lo conviertes en pan blanco, a la naranja en jugo o al mango en golosina—, se pierde toda la emoción que rodea al regalo.
  10. Afortunadamente, no estás solo. Crecí con la idea de que aquello que le daba felicidad a los demás, para mí estaba prohibido. Sin embargo, cada vez me doy cuenta de que más personas se unen a estilos de vida saludable (ojo: hacer cuatro horas diarias de deporte e ingerir solamente atún, huevo y bebidas energizantes tampoco coincide mucho con nuestros genes). Hoy en día, más investigadores, nutriólogos, doctoras, personas comunes nos estamos uniendo bajo los ambiguos y muy poco convincentes lemas de: “comida real” o “nutrición funcional”. Saber que no estoy solo y que más gente es consciente de que la comida basura es en realidad una fantasía cuyo único fin es vender, me ha ayudado a sanar esa herida profunda que me hicieron a los once años cuando “me prohibieron los dulces” y me quitaron “la alegría de la vida”. No sé en qué momento nos creímos la ficción de que la felicidad y la salud son cosas incompatibles. Ha sido tremendamente liberador darme cuenta de que una vida sana me permite mantener mis niveles de glucosa lo más estable posible y ese es uno de los mayores gestos de amor que he tenido conmigo mismo. Mantener hábitos saludables requiere compromiso y dedicación, quizá por eso se ve como un fenómeno individual, ojalá pronto las preocupaciones sean una conversación sobre lo común y nos organicemos desde lo político.


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