El derecho al cansancio


Me diagnosticaron diabetes tipo 1 a los once años. Los primeros dos o tres, fui más o menos metódico con mi tratamiento. Luego llegó la adolescencia, la juventud y las prioridades se tornaron en irresponsabilidades. Aun así, he sido afortunado: la única crisis más o menos considerable que he sufrido fue cuando, después de un par de años de vivir en la Ciudad de México, decidí regresar a mi hogar tapatío porque el descuido ya era mayor. De vuelta, mantuve otro par de años el cuidado metódico y luego, poco a poco, la cotidianidad otra vez fue ganándole lugar a la enfermedad. 

El descuido es común entre los diabéticos. Hay un término en inglés para describirlo, se llama burnout, y lo robamos de la psicología organizacional y la psiquiatría. Se traduce como “síndrome de desgaste” y se utiliza para describir el estrés laboral crónico. Para nosotros, la palabra es muy útil porque vivir con diabetes es similar a tener un trabajo. Un trabajo de 24 horas, de siete días a la semana, los 365 días del año. Un trabajo sin descanso. Un trabajo que además debes combinar con tus otros trabajos, con tus conflictos personales, con tus relaciones afectivas, con tu planeación a futuro, con tus metas y proyectos, con tus miedos y esperanzas políticas, y con tus contradicciones ideológicas. Todo esto, además, en un contexto donde casi nadie nos entiende, no porque sean incapaces, sino porque si nosotros no fuéramos diabéticos, tampoco seríamos capaces de entenderlo.

Han pasado dos años desde que comencé a cuidarme con el rigor que esta enfermedad merece. Dos años en donde he ido transformando por completo mi estilo de vida: perdí trece kilos, he mantenido mi glucosa en los rangos adecuados (¡mis HbA1c no han subido de 6!), reconocí el valor de la salud, sané mi relación con la diabetes, dejé de consumir productos dañinos (el abuso de internet, por ejemplo), cambié mi dieta, descubrí las endorfinas y las bondades del ejercicio, utilizo toda la tecnología necesaria para el buen control… y, dios bendito, mientras escribo todo esto me admiro y me aplaudo y me quiero muchísimo. Decirnos a nosotros mismos que somos unos chingones es parte del tratamiento. Cualquiera que procure hábitos saludables me sabrá entender. Una especie de vanidad sana.

Sin embargo, por más chingón que me sienta, es imposible evitar el cansancio. Hoy debo reconocer que me siento más agotado que nunca. O me siento agotado, por primera vez, desde que tomé la decisión de cuidarme como es debido. Y es un cansancio tan auténtico que ni siquiera puedo huir de él. 

Reconocer el cansancio suena a un victimismo poco alentador. Tengo todo el privilegio del mundo para gestionar correctamente mi glucosa, un novio que me apoya y es cómplice en todo, una familia que desde siempre se ha sumado a mis particulares condiciones. Y aun con todo el riesgo de sonar malagradecido, me resulta más honesto aceptar que estoy molido. Por lo que los diabéticos siempre corremos el riesgo de abusar del papel de víctimas. ¿Pero víctimas de qué? ¿De la evolución? ¿Del infortunio genético? ¿Del sistema económico que promueve el consumo ilimitado de azúcares industrializadas? ¿De un deplorable sistema de salud público que apenas reconoce la diferencia entre diabetes tipo 1 y tipo 2? ¿De la privatización del bienestar? ¿De las farmacéuticas que son las mismas que me drenan financieramente a la vez que gestionan la innovación científica para hacer mi enfermedad más llevadera y controlable? 

Ante tan ambiguo victimismo, quisiera vislumbrar la otra cara de la moneda que implica reconocer el cansancio. El cansancio me ha servido para dos cosas. La primera es para recordarme que el sistema político y económico en el que vivo ha dejado exclusivamente en mí el cuidado de una enfermedad muy complicada, rompiendo todo lazo de cooperación que caracteriza a la evolución humana. 

Porque en México, nadie le vende una póliza de seguro médico a un insulinodependiente. Porque el tratamiento público de la diabetes consiste en una consulta mensual con un médico familiar que dura quince minutos y que solo es un trámite para elaborar la receta médica de insulina. Porque de hecho la insulina es el único tratamiento que te ofrece el sistema público y no siempre hay. Porque cada quien se debe hacer cargo de las jeringas, del glucómetro de sangre, de los dispositivos de Monitoreo Continuo de Glucosa, de las otras insulinas más eficientes y novedosas que me receta el endocrinólogo privado porque en el Seguro Social solamente te mandan con especialista si tus análisis de sangre muestran algún desvarío. Y ya ni hablemos de la salud mental, ocular, muscular o nutricional. 

Estoy cansado porque vivo en un sistema donde a la vez que avanza la tecnología para gestionar la diabetes, aumenta también la tasa de obesidad y de diabetes tipo 2 en el mundo. Y entonces me indigna a tal nivel que llego a sospechar que la industria farmacéutica y la industria de alimentos ultraprocesados están coludidas para mantener sociedades de gente adicta y enferma cerrando un negocio redondo que da utilidades a largo plazo. Y aunque las sospechas son infundadas, las estadísticas no y solo se confirma que vivimos en un sistema que individualiza toda responsabilidad para gestionar nuestras enfermedades o, en todo caso, para prevenirlas. Este cansancio ante un sistema que oscila entre la complicidad y la indiferencia me ha motivado a exigir, en todo, condiciones saludables. Esto es innegable: la lucha por la crisis climática es también una lucha por un medio ambiente sano. ¿En qué tierra cosechamos lo que nos comemos, con qué agua nos hidratamos, qué provoca el sol en la piel cuando la capa de ozono se deshace? Quiero creer que de ahí surgen las revoluciones: cuando nos cansamos, hacemos algo por cambiar.

Y la segunda cosa para la que me ha servido el cansancio es para recordarme a mí mismo que soy más cosas que solo diabético. El otro día, Paulo me lo dejó claro con un chiste tan redondo como necesario: “me urge que encuentren la cura de la diabetes para que ya deje de ser tu leitmotiv”. 

La diabetes no maneja mi vida. Es solo una copiloto que de vez en cuando pone música que detesto y entonces tengo que negociar con ella para que vuelva a la playlist anterior. El cansancio me ayuda a parar un poco, respirar, y darme cuenta de que le estoy dedicando más energía a los caprichos musicales de la copiloto que a una carretera espectacular, llena de paisajes exquisitos donde, además, el destino lo escogí yo.

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