Terrible derrota, gloriosa derrota
Estaba yo enfrente de la señorita y lo único que quería era pagar mi mensualidad del gimnasio y entrar y ya. Ah, pues que no. Que como no fui ningún día de julio y no me di de baja también tenía que pagar ese mes porque así eran las reglas y yo sintiendo en el estómago una especie de chimenea incontrolable y la cabeza a punto de explotar y de gritar: “¡a ver, señorita, usted ni nadie entiende que yo debo ejercitarme, que es parte de un tratamiento muy complicado para mantener mis niveles de glucosa estables!” Y ojalá se lo hubiera gritado. Porque lo que le grité fue mucho peor, fueron declaraciones de gente que es incapaz de cooperar y que se cree dueña del mundo y yo sabía que lo que decía y el conflicto que estaba teniendo era innecesario por burdo, por brutal (en el sentido violento). Algo tenía que hacer, comprobaba que ese nivel de irritabilidad no era normal. ¿Normal? No era sano. Nadie feliz podría desquiciarse así. ¿Feliz? Nadie estable. El altercado en el gimnasio era solo un síntoma más entre llantos inesperados, insomnio, ideas suicidas y una desmotivación que solo se apagaba con cerveza.
Llegué a una página web dedicada a promover la cultura de la terapia a precios accesibles y en línea. Yo ya había hecho terapia de adolescente. Una mezcla de arquetipos de Jung con reiki. Una vez en una sesión golpeé un cojín y traté de llorar mientras salía del clóset conmigo mismo y aprendía a hacer amigos. Pero en esa ocasión y a mis 32 años me atendió desde Zoom un psicólogo cognitivo-conductual en Ciudad Juárez. Me presentó su currículum y su código de ética. Después yo hablé. Concluyó en que tenía que ver a alguien personalmente, que el tipo de servicio que se ofrecía en esa página no me iba a ayudar en mucho y de ser posible asistir también al psiquiatra. Antidepresivo, pastillas para dormir, cambio total de estilo de vida. “Eres diabético, tú tienes que tener más cuidado con todo lo que haces”, me recordó la psiquiatra. Esa condena, hasta el día de hoy, no la he podido sanar.
Era casi obvio que la diabetes me iba a detonar un cuadro de depresión y ansiedad. En países donde el fenómeno sí se estudia, se calcula que las personas con diabetes somos de dos a tres veces más propensas a padecer depresión que el resto de la población, indistintamente del tipo. Para los tipo 1, sin duda es una consecuencia del estrés. Es como tener al prefecto de la secundaria siempre viendo qué comes. Es un trastorno alimenticio no solicitado. Es una monserga. Mientras que para los tipo 2, intuyo, se mezcla una desolación provocada por la edad, la culpa por no evitarlo o el desgraciado vicio por la Coca-Cola…
Y no voy a negar el éxito de las pastillas. Alterar nuestro sistema bioquímico puede traer resultados fascinantes. Te sientes más vivo y, por lo tanto, menos propenso al suicidio. Pero yo no estoy seguro de que las pastillas hubieran hecho su magia por sí sola si primero no hubiera enfrentado con ciertas agallas ese elefante blanco en mi habitación mental que por más de veinte años traté de ignorar. Era momento de decirme a mí mismo —y luego al mundo— que vivo con una enfermedad, una condición crónica, una imposibilidad de producir insulina. Si algo tengo que agradecerle a la depresión es que me puso a la diabetes enfrente y me dijo: a ver, ¿por qué no se sientan a platicar? Y platicamos. Una lloradita, varias mentadas de madres, deshacer muchísimas expectativas, reclamar miedos irresueltos de cosas que aún no están pasando. No me voy a mentir diciendo que es mi amiga, ¿quién carajos se hace amigo del prefecto de la secundaria o de la madre superiora? No. Pero ya podemos conversar. Conozco sus vicios, sus recovecos y, sobre todo, ya no me siento vulnerable ante sus amenazas. O tan vulnerable.
Tenía de dos sopas. La primera sopa era, la verdad, deliciosa: una Maruchan llena de limón y salsa muy picante. El camino del hedonismo es un edificio bellísimo que puede mantenerse de pie por mucho tiempo aunque no tenga cimientos. Basta un ligero temblor para derrumbarlo. De hecho mucha gente a esos temblores le llaman “tocar fondo”, pero debo de ser honesto: si eso me pasó, fue mucho más ordinario y aburrido de lo que narran en las películas que juegan con los escrúpulos. Sin embargo, mi instinto evolutivo por sobrevivir sabía, me susurraba todo el maldito tiempo, que eso me iba a acabar matando más temprano que tarde: ya fuera por una glucosa alta o por un suicidio. La segunda sopa es más como una crema de brócoli. Insípida, pero si te detienes un momento buscando otras cosas que no sea una explosión de sabores, puede resultar exquisita. Me contaban unas amigas que su psicóloga les dejó de tarea darle un abrazo sincero, genuino e inesperado a su papá. Yo me puse la tarea de abrazar de esa forma a mi madre superiora, a mi prefecto de secundaria y darle la razón a la selección natural extendiendo el tiempo de mi supervivencia.
Ulises llegó un año después de que comencé a alimentarme con sopa de brócoli (comenzamos, porque a Jorge le gusta tanto jugar que no hay reto en el que no quiera ser cómplice). Para mí los perros son una advertencia evolutiva: el lenguaje nos alejó tanto de la naturaleza que tuvimos que modelar los instintos de los lobos para que nos acompañen siempre y que cada que te mueven la cola, te brincan a manera de abrazo torpe o se duermen en tus pies, te acuerdes de que no eres más que un animal. Mi hermana me decía que pasear a su perro le ayuda a volver a la tierra. Es una forma de decir que estás solamente paseando a tu perro, que observas la dirección de los cables de luz y las hormigas, los cadáveres de pájaros y las hojas de árboles que se consideran basura. Y entonces lo que está en tu cabeza, lo que más se aleja de tu parte natural y animal, deja de dominarte, y no es que te sientas más ligero, es que estás más presente y las culpas, desmotivaciones, frustraciones por tener la maldita suerte de ser diabético pasan a segundo plano, al último plano y ojalá algún día desaparezcan.
Ulises llegó asustado, como casi todos los perros abandonados. Pero en cuanto lo conocí, se me aventó a los brazos. Supongo que olió a que por fin tenía una casa. Yo no terminé la novela de Joyce, me quedé en el octavo capítulo, pero me daba gracia saber que a él como a mí como a varios en la novela nos educaron los jesuitas. Hay muy poca gente que la concluye, entre ellos Borges, quien decía que “si tuviera que perderse todo lo que se llama literatura moderna, y hubiera que salvar dos libros [...] en primer término, el Ulises”. Joyce y Borges murieron ciegos, igual que millones de diabéticos.
Borges le daba la razón a Virginia Woolf quien decía que el Ulises se trataba de una “terrible derrota, gloriosa derrota”. Se refería a que Joyce intentó hacer con las palabras lo único que no pueden hacer: existir. En 267 mil palabras describió el día de un judío en la catoliquísima Dublín en donde sucede, pues, eso: el día de un judío en la catoliquísima Dublín. Y ya. Querer abarcarlo todo con las palabras es imposible. Nunca podrán abarcar con totalidad lo que implica el olor a orines de un perro y cuando muerde la guayaba caída del árbol que dobla la esquina. Sin embargo, querer abarcarlo todo, describirlo todo, medirlo todo, es la ética insaciable que nos tiene en una crisis climática donde existe inteligencia artificial para reconstruir la secuencia genética de la insulina humana y replicarla con total precisión en hongos.
Cuando llegó Ulises, leía a Yuval Harari. El historiador afirma que la novela Ulises representa el foco de la religión humanista; es decir, la fe exclusiva en la humanidad. Si no hay dios, nosotros podemos crear insulina de la nada, o sea, nosotros somos dioses.
Me pareció una coincidencia luminosa. Dedicarle tanto tiempo a las cosas que suceden en nuestra cabeza, a cómo nos sentimos, a qué experimentamos, ha derivado en un egoísmo masivo poco alentador. A tal nivel que el sistema bioquímico que regula la felicidad, se ve alterado, provocando una tristeza perenne. Más allá de esnobismos innecesarios, me gusta que mi perro se llame Ulises porque me recuerda que su incapacidad por imaginar cosas es lo que le permite recibirme todos los días como si fuera el último, que su alegría se desborde sin matices psicoanalíticos y que el universo se reduzca a un parque.
Ha sido complicado, mas tremendamente virtuoso, aceptar esta terrible derrota, gloriosa derrota: ahora vivo en paz con mi prefecto de secundaria.
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