Pequeña crónica de mis más célebres bajones de azúcar

No tengo idea de si las personas que padecen esclerosis lateral amiotrófica se imaginaron el éxito que tendría el Ice Bucket Challenge y si acaso les dio alegría que medio mundo se entretuviera con su enfermedad. Fue de tal nivel masivo y participaron tantos famosos —Drake lo hizo durante un concierto y el video de Donatella Versace donde nomina a Prince y a Almodóvar mientras dos hermosos modelos descamisados la bañan en agua helada lleva hasta la fecha más de seis millones de reproducciones— que habría de cuestionarnos cuántas de esas personas se sensibilizaron o por lo menos recuerdan lo que alguien con esclerosis siente cuando se atrofian las neuronas encargadas de hacer mover a los músculos. Pero qué más da… lo importante es que se recaudaron más de veinte millones de dólares para investigaciones que en su momento bien pudieron ayudar a Stephen Hawking (ahora saben cómo se ve alguien que padece la enfermedad). 

Entonces me puse a pensar: ¿qué tendrían que hacer Drake o Donatella Versace para sentir lo que sentimos los diabéticos dos o tres veces a la semana, o al mes, o al año o cada maldita ocasión en que mal calculamos nuestra dosis de insulina y se nos baja el azúcar hasta los infiernos? 

Me fue imposible. Porque un bajón de azúcar es como una montaña rusa sin cinturones de seguridad. Es como darte cuenta de que alguien te está siguiendo. Es una apertura infinita de la garganta, el esófago, el estómago, la desesperación. Es sudor, pero no del que brota cuando sales a correr. No. Es un sudor helado, que te expone, que te aterra. Es como escuchar a Björk o corridos tumbados por 14 horas seguidas. Es la visión borrosa que provocan los túneles oscuros y sus violentas salidas incandescentes. Son cinco minutos que parecen doscientas horas. Es una mala borrachera: imprudente, desagradable, peligrosa. Es la santificación de la caja de cereal, del jugo de cualquier fruta, de una galleta… en el nombre del pan, del higo y del espíritu de supervivencia… Es como chocar recién salido el coche de la agencia. Es como si comenzara a temblar cuando te quedaste encerrado y sin llaves. Es como si la belleza no existiera.

Concluí, entonces, que se complica hacer un reto viral que contenga tan ambigua reacción metabólica y que, sobre todo, no ponga en peligro a quien participe. Y es necesario aclararlo: cuando alguien no diabético dice que “se le bajó el azúcar”, pues sí, puede pasar, claro, si hiciste muchísimo ejercicio después de un ayuno prolongado y quizá se te pasaron los tragos el día anterior. Pero sus cuerpos están programados para autorregularse: el azúcar baja, el páncreas frena la producción de insulina, fin. Cuando piensas en la complejidad del cuerpo humano, la inteligencia artificial sí se antoja desorientada. Pero para nosotros los insulinodependientes ese sistema se desajustó por razones ajenas a nuestra voluntad y ahora tengo que calcular con pulcritud cuánta insulina inyectarme para que el azúcar no se suba de más pero también para que no se baje a tal nivel en que puede matarme. Después de un bajón, la precisión de la ciencia médica también se siente desorientada.

La razón por la que un bajón de azúcar nos descoloca de esa manera es simple: se llama adrenalina. El origen de la vida está en las hormonas: mecanismos evolutivos escrupulosamente diseñados para sostener la terquedad por la reproducción. La insulina nos ha ayudado a conservar algo de energía para sobrevivir eras glaciales. La adrenalina nos ha ayudado a huir. Si la lógica de la supervivencia de las especies es adaptarse al ambiente, no hay mejor recurso que el de saber cuándo escapar para no morir. Cuando viene la amenaza, la adrenalina activa en el cuerpo sus funciones más vitales: dilata los bronquios para respirar más hondo, dilata las pupilas para ver más profundo, bombea el corazón para inflar tus músculos. Es la parte más animal de nuestra humanidad. Y en este caso la amenaza está en casa; no hay nada afuera que nos quiera matar. El enemigo es un batallón rebelde de insulina que no se debió producir y que no sabemos por dónde llegó y está quemando al sistema. Sin rodeos metafóricos: un bajón de azúcar es una sobredosis de adrenalina, droga de dudosa calidad.

He tenido tantos bajones en mi vida que no podría categorizarlos o si quiera memorizarlos. Sería como tener un diario de las veces que has llorado, solo que acá no recuerdas las significativas sino las peligrosas. Pero traigo a cuenta algunos bajones memorables.

Uno. La vez que abrí una botella de vino con una amiga y creí que cenaría de más pero no sucedió y me quedé dormido hasta que llegó Jorge en el momento preciso y ni él ni yo sabíamos que en un bajón muy grave pierdes la capacidad cognitiva —o sea la razón, la entereza, la coherencia— y entonces era el borracho aunque sobrio más infeliz y me burlé y me tiré al piso y habitaron en mí todas las categorías médicas en las que se ha fragmentado la histeria: el trastorno histriónico de la personalidad, el de conversión, el disociativo… El conflicto postyuguslavo se apoderó de mi metabolismo… Al día siguiente, Jorge quería eliminarme de su vida y yo quería eliminarme de mi propia vida y no podía ser el vino, fueron cuando mucho dos copas, y yo soy borracho experimentado, entonces pregunté en internet. Y son cosas que los diabéticos debemos saber. Y quienes viven con diabéticos deben saber. Pero son tantas las otras cosas que también debes saber y al mismo tiempo renegar de ellas que la saturación y la ignorancia son inevitables. De este episodio rescato una cosa: al día siguiente Jorge me acompañó al endocrinólogo en cuyo gesto tan simple venía implícita la certeza de que quería aguantar conmigo más bajones de azúcar. 

Dos. No recuerdo mi primer bajón de azúcar.

Tres. Estábamos yo y tres amigas en el puerto de Manzanillo, todavía no cumplíamos los dieciocho años, nos quedamos de noche en la terraza del departamento que tiene la vista al azul marino más profundo que he visto y en el horizonte hay una termoeléctrica que todo el día y toda la noche avienta un humo espeso que se disuelve con dirección al volcán de Colima. Al principio creyeron que era broma. Luego descubrimos que no había nada de comida. Luego salimos (¿o salieron?) a gritar a las calles si alguien nos regalaba un jugo o algo dulce y de otro departamento nos aventaron un jugo de naranja de Sello Rojo. Una escena muy lamentable de La risa en vacaciones

Cuatro. En secundaria yo todavía no salía del clóset o no sabía siquiera si era gay o qué y la novia que tenía entonces me dijo que ya no quería ser mi novia y un día que me dio un bajón de azúcar en el que exageré un poco más los síntomas me atreví a decirle que sí me había roto el corazón. Ser diabético, ser adolescente, ser gay, ser perfectible. 

Cinco. Fue un bajón de azúcar, una descomposición, una bocanada de incienso y una señal divina. Era de madrugada y yo en aquellos años dudaba si tenía vocación de jesuita. Me sobraba curiosidad y me faltaba mucha fe. Era 12 de octubre y en mi ciudad ese día se celebra el regreso de la virgen a su casa, a Zapopan, que es otra ciudad completamente fusionada con mi ciudad. Llegué a Catedral a las cuatro o cinco de la madrugada para rezarle a la virgen, que me cae bien, pero nada más. Iba con mis amigos jesuitas, quienes me dieron una sotana y me subieron al atrio. Dios te salve maría, mirada nublada, llena eres de gracia, sudor en la frente, el señor es contigo, se debilitan las rodillas, bendita tú entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, desmayo. Las monjas gritaron, los fieles se abrieron paso, el incienso no sucumbía, un jesuita me cargó como en La piedad de Miguel Ángel, un fiel alababa “abran paso al seminarista”. Yo no era seminarista. 

Nunca me acostumbraré a las hipoglucemias. Les tengo terror. Es ponerme en peligro y acercarme no a la muerte en sí, sino a que te maten. En México conocemos muy bien esa diferencia. Y por más que te vuelvas un experto en ver montoncitos de comida y calcular cuántos carbohidratos contienen —como si fuera el juego de un matemático frustrado— siempre defenderé mi derecho al error. Y cada ocasión en que abro los ojos y comienzo a recuperar el ritmo cardiaco, a respirar con pausa, a secarme el sudor, me levanto de la cama y me repito entre confiado y hastiado: sobreviviste, otra vez. 

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