Justificar la supervivencia




Ser gay y ser diabético se parecen en una sola cosa: contra todo pronóstico, hemos sobrevivido.

Y es que, a ver, nunca una persona no diabética o heterosexual se ha preguntado a sí misma: “¿por qué?”. Duda común cuando vives ese proceso que implica darte cuenta de que eres diferente del resto, del promedio, de lo esperado… En la primera o segunda consulta con el endocrinólogo, es inevitable preguntar: “¿y por qué me pasó?”. El doctor Solano fue irreverente y dijo cosas que más o menos sonaron así: “nada está comprobado, pero al parecer por un asunto genético, el sistema inmunológico se confundió y en lugar de matar a algún virus, como la varicela, mató a las células que producen insulina… pero, ¿qué más da? Lo importante ahora es conocer cómo se inyecta”. 

Si lo pienso, fue parecido a lo que nos dijo Susana, la psicóloga, en aquella sesión bastante incómoda de terapia familiar donde entre otras cosas tratamos mi orientación para preguntarnos otra vez por qué: “¿qué más da? No hay nadie a quien responsabilizar”. En el fondo ambos tenían algo muy claro: aunque no sea lo esperado, lo único importante es no padecerlo.

Llegar a semejantes recomendaciones de médicos y psicólogos no ha sido un camino nada sencillo. Los gays lo sabemos muy bien y por eso traemos a la mesa las infamias del pasado para nunca olvidarlas. Con los diabéticos ha sido más complicado porque la memoria de quienes la hemos padecido es muy corta, pues eran niños que se morían y ya. Hoy puedes vivir varios años con la enfermedad, tan es así que algunos prefieren llamarla “condición”. Y cabe interrumpir: pero a los gays antes también los mataban y ya. Y sí, por supuesto. Sin embargo, aquí empieza la bifurcación de esta historia mínima de la supervivencia: los diabéticos hemos sobrevivido a las imperfecciones de la naturaleza, mientras que los gays hemos sobrevivido a los desvaríos de la sociedad. 

Las razones por las que la naturaleza decidió exterminar a los diabéticos tipo 1 (la minoría, somos el 5% más o menos) aún se estudian y es aquí donde la cosa se complica porque empiezan a interactuar la naturaleza con las ideas. Retrocedamos en la historia de la civilización: a los diabéticos nos conocen desde la antigüedad. Fue un griego de hace dos mil cien años, Areteo de Capadocia, quien le puso ese nombre tan particular porque διαβήτης significa algo así como un grifo abierto, agua que pasa y pasa, una fuga incontrolable, ya que el término hace referencia a esos niños que se morían después de tanto y tanto orinar. Mil cuatrocientos años después, un inglés muy curioso probó esa orina y, oh sorpresa: ¡sabor a miel! Por eso el mellitus, porque así se dice miel en latín. Pero Arateo y sir Tomas Willis solamente describieron esa rareza humana, le pusieron un nombre, dejaron algunas anotaciones en tratados básicos de medicina y nada más pudieron hacer. Esos niños miones se siguieron muriendo uno tras otro a lo largo de las épocas, los profetas y los imperios. 

Tuvieron que pasar otros seiscientos años para que se descubriera el tratamiento. Entonces, ¿por qué nos tardamos tanto entre nombrar una cosa y encontrarle un remedio? ¿Antes no importaba que los niños se murieran y ya? ¿Por qué nos empezó a importar? ¿Por qué nos impusimos de esa forma ante la naturaleza que eliminaba diabéticos? ¿Y, además, por qué fue tan rápida la transición entre encontrar una hormona en perros de Toronto a inicios de 1920 para que cien años después el tratamiento haya llegado al valle de Atemajac empacado en una pluma portátil que puedo comprar a dos cuadras de mi casa y llevar a todos lados? 

¿Qué más da? Diría el doctor Solano. Lo importante: primera supervivencia superada. Algo bien ha hecho la humanidad y me reconforto. 

Va ahora la historia de la segunda supervivencia, que ha sido más veces contada en películas y marchas y que cada junio se apodera de las narrativas de las sociedades—en su mayoría occidentales. Esta supervivencia es mucho más contradictoria que la primera porque los gays hemos sobrevivido exclusivamente al mundo de las ideas ya que no hay nada más natural que la homosexualidad. Es cuestión de ver a dos leones peludos teniendo coito o el lesbianismo en lagartijas para reproducirse a falta de machos. La biología evolutiva no moraliza estas conductas sino que las va entendiendo en toda la dinámica de reproducción de cada especie: si solo es placer sexual, si es equilibrio de los sexos, si es para asegurar el cuidado de las crías, si es para escalar en el clan… La revolución sexual de los setenta es de verdad un claustro al lado de la sexualidad animal. 

¿Y entonces por qué los humanos decidimos con esa vehemencia eliminar la homosexualidad de nuestra naturaleza? ¿Por qué nos importa tanto? Porque tenemos ideas, historia, cultura. Y las ideas son cabronas y bajo cualquier pretexto se han lanzado a destruir selectivamente a miembros de la misma especie. Es esta crueldad selectiva desde las ideas y no desde la naturaleza lo que nos diferencia del resto de mamíferos y aquí viene la mayor contradicción de por qué a los gays nos han dejado de matar: nuestra capacidad de idearnos cosas es también lo que nos ha salvado. (Algo similar a los diabéticos con la invención de la insulina.) Nos inventamos la fraternidad, la libertad, la igualdad, los derechos humanos.

Que como especie nos importe que los niños meones sobrevivan y que los gays podamos vivir en paz, acompañados, cuidados y parte de la comunidad se debe, según interpreto, a una necesidad intrínsecamente humana la cual se basa en esa cosa única que nos diferencia del resto de la evolución y que muchas la han llamado lenguaje, otros cooperación, otras dios, otros amor. Pero hay una explicación que me hace mucho sentido y se remonta también a la evidencia en biología evolutiva. Cuento el caso.

Resulta que en los últimos años del siglo XIX, mientras construían un ferrocarril de Madrid a Burgos, descubrieron un yacimiento con restos humanos en la Sierra de Atapuerca. Estos restos no eran cualquier cosa porque de hecho no eran tan humanos, eran restos del Homo antecessor, primos de nuestra especie con una antigüedad de ochocientos mil años (se facilita el cálculo si piensas en dinero: un año es un peso, imagínate juntar ochocientos mil pesos). Estos primos que no sobrevivieron a la selección natural son un ejemplo brutal, pero de verdad muy poderoso, de cómo los humanos nos hicimos humanos insistiendo tanto en la supervivencia. 

Un grupo de paleontólogos y biólogos se dedicaron a explorar a detalle el yacimiento de Atapuerca, entre ellos Ignacio Martínez Mendizabal, un antropólogo evolutivo de la Universidad de Alcalá premiado con el Príncipe de Asturias por las conclusiones tan entrañables y certeras a las que llegó gracias a Benjamina, una niña de doce años bautizada así porque en hebreo ese nombre significa “la favorita”. Cuando investigaron el cráneo de Benjamina se dieron cuenta de que estaba enferma con una malformación donde su cerebro crecía pero el cráneo no. Según los neurólogos que analizaron el caso, esas lesiones mantenían a la niña con un evidente retraso psicomotor. La niña era patentemente diferente a los demás del grupo, asegura Martínez Mendizábal. Sobre Benjamina también se preguntaron por qué. 

Benjamina es la prueba máxima de que la especie humana es humana porque nos preocupamos por la otra persona, no solo por la supervivencia de la especie. Dice el paleontólogo: “Si estas personas se hubieran comportado como todo el mundo pensaba que se comportaban las personas primitivas, que eran casi como animales, a esta niña la hubieran abandonado al poco de nacer. Y, sin embargo, no la abandonaron. Más aún, para que llegara a tener 12 años, la tuvieron que dar más cuidados, atenderla más que a los demás”. Una chimpancé, una jirafa, una gata, si hubiera visto a su cría con un retraso y con dificultades para sobrevivir, se hubieran deprimido mucho, muchísimo, pero la hubieran dejado ahí, a la deriva, porque no le ayuda a la selección natural a seguir adaptándose al ambiente. 

Pero la especie humana no hace eso. La especie humana se preocupa. Cuida. Procura. Nos inventamos familias, clanes, conventos, universidades, gobiernos, farmacias, juzgados de derechos humanos. Y por más que el individualismo cada vez más traiciona a nuestra naturaleza humana cooperativa (¡qué pinche hermoso oxímoron!), nos inventamos el tratamiento a la diabetes y queremos que cada vez la insulina sea más barata o gratis, y que llegue a todos lados, hasta a esos países donde aplican la pena de muerte a homosexuales. Nos preocupamos: queremos que toda la especie humana sobreviva.

Y en eso nos parecemos los gays y los diabéticos: ante todo pronóstico, hemos sobrevivido... porque somos humanos.

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