La infame distinción entre comer y nutrir



Nunca antes en la historia de la humanidad habíamos sido capaces de diferenciar entre comer y nutrir. Ambas cosas eran exactamente lo mismo por una razón muy simple: la hambruna era el principal problema humano. No la inseguridad, no la discriminación, no la desigualdad… el hambre. 

Si comparamos la cantidad de tiempo que la humanidad ha vivido en hambruna con la cantidad de tiempo que llevamos abriendo el refri, la diferencia es abismal; tan abismal que nuestro cerebro no es capaz de asimilarlo. Ese avance es inaudito y sorprendente y como absolutamente todo lo humano también es una completa paradoja pues el problema ahora es que la gente come mucho pero se nutre mal.

El giro narrativo de lo que sucede actualmente es aterrador: el hambre no se destruyó, sólo se transformó en trastornos alimenticios.

Y seamos honestos: no tenemos idea de qué hacer con ellos. Internet, los consultorios psicológicos, las terapias alternativas están llenas de pacientes mientras surgen nuevos paradigmas de tratamiento… pero los casos de bulimia y anorexia aumentan año con año y la obesidad es cada día un problema más apremiante para la profesión médica y para los sistemas públicos de salud. La obsesión por la comida pasó del miedo a no conseguirla al miedo de no saber qué hacer con el exceso calórico con el que nos satura la industria alimentaria.

Uno de los aportes que podemos hacer los diabéticos tipo 1 para enfrentar a la industria alimentaria es que conocemos a la perfección los efectos inmediatos y a largo plazo de ese trastorno de la conducta que consiste en comer mucho pero no nutrirnos. Mi condición, en palabras simples, va en jugar a ser un páncreas: algo así como ir al Kidzania del metabolismo. Y regular mi glucosa cuando ingiero comida ultraprocesada y llena de grasa es una odisea igual de complicada que encontrar productos en el supermercado que no tengan alguno de los enormes sellos de exceso de sodio, de grasa, de azúcar. El fracaso de esa política pública no tiene tanto que ver con el hecho de que ignoremos los sellos, sino que ¡todos los productos los tienen!

Cuando un diabético quiere cenar en McDonalds durante un exquisito domingo de vacío, el proceso para el buen control es complicado: calcular cuánto pesa cada pan, la cantidad de azúcar de los aderezos, ¿la cebolla y el jitomate sí serán de verdad?, le quitaron la fibra a las papas y las quemaron en aceite entonces ese almidón va a tardar más en entrar al intestino porque está lleno de grasa la cual después se convertirá en triglicérido con lo que se subirá el azúcar de un jalón y hay que sumar los triglicéridos de los 900 gramos de carne de la más alta calidad… así de agotador y desgastante como se lee y es igual para un cuerpo no diabético, pues aunque un metabolismo funcional trata de regular todas las hormonas con precisión, es como querer jugar 64 en un Super Nintendo: no estamos diseñados para eso y el cuerpo explota. 

Los diabéticos tipo 1 compartimos muchas características con quien ha pasado por un trastorno alimenticio: nuestra relación con cada bocado también se atraviesa por un desplegado de cálculos y culpas, de miedos y de frustraciones. 

Pondré un ejemplo muy personal: antes, cuando estaba más descuidado, me daba unos atracones asquerosos de papitas, dulces y chocolates con tal de saciar quién sabe qué vacío (el de querer sentirme normal, supongo) y luego llegaba a mi casa y lleno de culpa me inyectaba una cantidad grande de insulina para tratar de remediar el daño. Nunca había contado esto, pero ahora que lo enuncio me doy cuenta de cosas considerablemente preocupantes: ¿por qué esos atracones nunca los hice con zanahorias o brócoli? Ambas verduras me fascinan y también necesito insulina para procesarlas. Pero nunca me he atracado con verduras y no creo hacerlo. En términos llanos, no se me antoja. El antojo es un invento de la industria alimentaria.

El Ministerio de Sanidad del Gobierno de España asegura que ​​de los múltiples factores que contribuyen a causar los trastornos de conducta alimentaria “sospechamos que, en la epidemia actual, los más determinantes son los socioculturales”. Y por supuesto que la industria mediática ha hecho un daño irreparable al alabar la delgadez de forma excesiva, especialmente para las mujeres. Pero mi sospecha es que todo recae en la industria mediática y muy poco en la industria de alimentos.

Regreso a mis atracones de diabético. Existe una cosa llamada “trastorno por atracón”, el cual se diferencia de la bulimia porque son muy recurrentes, se pierde el control y no concluyen en purgas u otras conductas obsesivas. Cito al Instituto Nacional de Salud Mental de EEUU: “las personas con el trastorno por atracón a menudo tienen exceso de peso o son obesas”. De tales premisas, se puede deducir que esos atracones tampoco son de zanahorias y brócolis, ¿o sí? ¿Cuántos atracones de brócoli necesitas para excederte en peso? ¿Es metabólicamente posible? ¿En la bulimia nerviosa existen atracones de espinacas? Evidentemente el exceso de azúcar, de sal y de grasa estimula de una manera muy particular al cerebro para que perdamos el control y consumamos más y más en atracones alucinantes llenos de culpa y terror. Exacto, algo así como una droga de las chafas.

El neurobiólogo del apetito, Anthony Sclafani, de la Universidad de Nueva York ha hecho un programa de investigación al respecto con ratas que son alimentadas con productos comunes del supermercado y cómo presentan patrones conductuales similares a los humanos con obesidad. Genéticamente estamos diseñados para el atracón, porque nuestros ancestros llevaban cuatro días sin comer y en cuanto veían la carroña de una hiena o un manzano comestible se volvían locos. Es como cuando Ego en Ratatouille se remonta al platillo que le preparaba su madre de niño: tal sensación de exceso de azúcar, grasa y sal nos remonta a la posibilidad de supervivencia que nos dio aquel hueso roído. Y esa sensación es adictiva.

No se necesita un plan macabro de la industria alimentaria, es cuestión de echarle más grasa o azúcar a la fórmula y multiplicar por millones su efecto adictivo y por lo tanto las ventas. En 2018, el periódico inglés The Guardian mostraba con evidencia que la razón de la obesidad masiva no es el cuánto sino el qué comemos: resulta que en 1976 la gente consumía más calorías que en la actualidad, pero los ingleses de hoy en día consumen la mitad de leche fresca porque prefieren comprarla en forma de yogurt (5 veces más), helado (tres veces más) y postres como flanes y natillas (atención: ¡39 veces más!). Y así con papas, huevos, cereales, etcétera.

Tampoco hay que ser un genio de las ciencias sociales para darse cuenta de la proliferación de los Oxxos en cualquier rincón mexicano. Eso habla de una buena estrategia de mercado: su modelo de negocio consiste en hacer adictos a sus consumidores. No es de sorprender lo bien que ha funcionado su perversa estrategia: en 20 años (de 1988 a 2011) el peso promedio de los hombres estadounidenses pasó de 82 a 89 kilos (7 más) y en las mujeres de 69 a 77 (8 más), pese a que la estatura en ambos ha permanecido estable. Y lo más retorcido del asunto: su principal víctima son las y los niños, y como ahora los países más desarrollados ponen trabas a la publicidad y a los ingredientes, se van a “abrir nuevos mercados”, alimentando con sal, grasa y azúcar a regiones del mundo de por sí azotadas por la pobreza.

Rescato una analogía histórica de Yuval Harari que me parece muy potente: “en el siglo XVIII, al parecer, María Antonieta aconsejó a la muchedumbre que pasaba hambre que si se quedaban sin pan, comieran pasteles. Hoy en día, los pobres siguen este consejo al pie de la letra. Mientras que los ricos residentes de Beverly Hills comen ensalada y tofu al vapor con quinoa, en los suburbios y guetos los pobres se atracan de pastelillos Twinkie, Cheetos, hamburguesas y pizza”. 

Cuando ves tales consecuencias de la industria del alimento sientes desolación y mucha ansiedad, y más si observas que los nuevos activismos contra la gordofobia apenas rozan a los corporativos. Nos vemos envueltos en francas discusiones sobre si una persona con sobrepeso debe salir o no en la portada de una revista, mientras que la industria se regodea al frenar leyes que impidan poner un tope al azúcar.

Por supuesto que hay gente muy ociosa y maldita que cree que el peso de otra persona es motivo de chiste. Bueno, esa gente es imbécil y un gran distractor… porque entonces asumimos desde la buena intención que lo relevante ahí es la burla y no el sistema industrial y económico que es responsable directo de una serie de padecimientos contemporáneos, los cuales además, como siempre en la historia de la humanidad, afectan de manera más profunda a la gente sin recursos.

Las paradojas alrededor del tema son asombrosas. En un manifiesto colectivo para el Día Mundial Contra la Gordofobia en el blog de Raquel Lobatón (una nutrióloga incluyente y proveedora de confianza corporal” con más de 200 mil seguidores en Instagram) se lee lo siguiente: “Estamos aquí mostrando resistencia ante un sistema que busca que desaparezcamos”. Pero no entiendo a cuál sistema se refieren, si la industria ha logrado que aparezcan más cuerpos gordos aumentando entre 7 y 8 kilos el peso promedio en solo veinte años. También se defienden cosas como que la OMS no considera la obesidad una enfermedad, sino un posible factor de riesgo para algunas enfermedades, y se posicionan contra el cálculo del Índice de Masa Corporal por ser un “indicador con un bagaje clasista, racista, androcentrista, cissexista y eugenésico”, aun a pesar de que es el índice que utiliza la OMS por ser “la medida más útil del sobrepeso y la obesidad en la población, pues es la misma para ambos sexos y para los adultos de todas las edades”. En ese mismo manifiesto acusan a la psicología cognitivo-conductual (una de las que cuenta con mayor evidencia científica) de apoyar disciplinas como la psicología bariátrica y la bariatría (prácticas horribles, abusivas y pseudocientíficas que se aprovechan de la adicción de la gente a la comida que no nutre). 

Raquel Lobatón trabaja bajo la filosofía de HAES (Health At Every Size o salud en todas las tallas). Al respecto de esta escuela, María del Mar Malagón, presidenta de la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad, menciona: “A ver, esto genera un poco de polémica. Puedes estar con salud durante un tiempo, pero es una cuestión de tiempo que genere problemas. La obesidad galopa con el envejecimiento, con el avance de la vida y el daño se va acumulando”. 

En el blog se mencionan cosas como: “creo firmemente que hay otro camino, uno que promueva e incluya la diversidad corporal y que dé la oportunidad a todas las personas para sanar su relación con la comida y con su cuerpo”. O que la nutrición incluyente busca “entender que no existe una sola forma correcta de comer, que el ser humano está diseñado para comer de forma flexible y que las reglas de alimentación solo nos generan estrés y propician una mala relación con la comida”. Pero no existe ninguna cita, ninguna denuncia, ningún dato que hable de los procesos industriales de la comida adictiva. Comida hedonista, le han llamado algunos endocrinólogos. Como diabético que sabe lo que implica metabólicamente comerse una hamburguesa de McDonalds cada fin de semana y que nunca ha sufrido atracones de espinacas, tal ausencia me parece, por lo menos, sospechosa. Parece que se trata de individualizar una deconstrucción en la relación con la comida, antes de exigir comida nutritiva y de calidad.

Desde mi punto de vista, si el activismo contra la gordofobia no hace constantes señalamientos a la industria que mal nutre sobre todo a los más pobres, entonces se premia la postura individualista y un poco vanidosa para reforzar el primer punto en su lista de reivindicaciones: “Las personas gordas no le debemos salud a nadie”.

¿Cuán responsable es defender eso mientras en el IMSS escasea la insulina y no hay médicos suficientes para hacer diagnósticos simples, mucho menos para dar un tratamiento integral? En una tendencia a privatizar cada vez más los sistemas de salud, hay gente y mucha que solamente puede pagar tratamientos preventivos. ¿A estos pacientes les alcanza para costear su nutrióloga HAES?

Si extiendo la realidad de las palabras, podríamos asegurar que hoy en día nutrirnos es un acto político. Un acto que va en contra de las adicciones sistemáticas a las que nos tiene atados una industria cuya vocación no es alimentar sino vender. Tomo como remate una frase de Aseem Malhotra, cardiólogo y activista por el acceso a la comida saludable: “Necesitamos más gente a la que le enoje el azúcar”.

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