Historia mínima de los músculos
Ir al gimnasio representa la cúspide del privilegio blanco. Es simple: ¿quién iría a ejercitarse después de trabajar ocho horas cargando costales de cemento bajo el sol o de pie en una fábrica repitiendo el mismo proceso una y otra vez o después de una jornada en la milpa?
La masificación de los gimnasios es consecuencia de que los seres humanos, en muy poco tiempo, hemos accedido al mayor lujo que puede dar la tecnología y la vida urbana: sentarse por largos periodos de tiempo.
Sin embargo, los problemas que acarrea sentarse por largos periodos de tiempo van más allá de razas y clases sociales. Antes de 1950, cuando la mayor parte de la humanidad vivía en el campo, no había necesidad de preocuparse por la actividad física pues de eso iba el aburrimiento cotidiano, así que los gimnasios eran espacios reservados para los militares y fin. De hecho, gimnasio es una palabra de origen griego que significa desnudo porque así como los dioses los trajeron al mundo entrenaban para la batalla en la antigua Grecia.
Aunque si soy estricto, el asunto de ejercitarse no tiene tanto que ver con el sedentarismo urbano ni con las antiguas civilizaciones militares. Es un asunto de fondo; un asunto intrínsecamente humano. Voy por pasos.
“Estamos vivos porque estamos en movimiento”, dice Jorge Dréxler a propósito de que somos una especie migrante. Pero el aforismo es más profundo si lo miramos desde una perspectiva evolucionista. Sí: Darwin, la jirafa, la selección natural. Sobrevive quien se adapta. Y en el caso de los animales (a veces se nos olvida que también somos eso), sobrevivieron quienes más se movieron para conseguir comida, pasando sus genes a sus crías y estos a sus nueva crías y así hasta llegar a nosotros. Por lo que resulta una terquedad no afrontar nuestro pasado: ejercitarnos es una necesidad genética.
Nuestros cuerpos, como el de cualquier animal (desde un escarabajo hasta una ballena), fueron diseñados por la evolución para obtener alimento con esfuerzo físico. Sufrimos el infortunio de no evolucionar plantas u hongos y quedarnos ahí nomás recibiendo los caprichos del sol. En nuestro código genético tenemos tatuado que para adquirir calorías hay que ir, luchar, movernos para conseguirlas. El dicho mexicano de “perseguir la chuleta” sintetiza de manera adecuada la teoría de la evolución sobre los músculos animales. Es tal la huella genética del movimiento que cuando los diabéticos tenemos que tomar un vuelo o un viaje en carretera o algo que nos impida movernos, debemos inyectarnos más insulina porque el diseño evolutivo le dice al metabolismo: “este carnal no está buscando el alimento que necesita el cuerpo, entonces produce tú mismo más glucosa para que el cerebro no muera”. Ustedes los no diabéticos no se dan cuenta de eso y nomás se sientan y su páncreas produce esa insulina sin asustar a nadie.
Pero ahí viene lo complicado. Desde que a estos animales se nos ocurrió la civilización (la piedra labrada, el fuego, dios, la semilla plantada para dejar de perseguir alimento), la tendencia del Homo sapiens sapiens es clara: nos hemos convertido en la especie más perezosa del planeta, por lo que llevamos ya bastantes años retando al diseño evolutivo… y sin tanto éxito.
Seamos compasivos, nuestra especie sobrevivió y se reprodujo mientras corrían milenios de eras glaciales espantosas donde ni cazar se podía y nomás agarrábamos carroña o alguna espinaca toda seca para cruzar hasta el Estrecho de Bering con tal de perseguir la chuleta. Mi tocayo, José Enrique Campillo (médico investigador especialista en alimentación egresado de las universidades de Granada y Oxford) lo dice claro: los músculos de nuestros ancestros se adaptaron para trabajar en condiciones de penuria energética y aun así hallar el alimento necesario. Por eso nuestros ancestros acumularon genes que promueven proezas tales como caminar y caminar y caminar para encontrar tres pinches chícharos y el cadáver de un oso y aún así sobrevivir.
Nuestra memoria genética está asustada, por eso recurrimos con esa facilidad a la flojera.
Sin embargo, la memoria genética, aunque asustada, también nos pide, nos ruega movernos. No es coincidencia que las danzas o prácticas como el yoga estén atadas a las primeras sociedades religiosas y agrícolas que empezaron a moverse mucho menos que sus antepasados recolectores. La humanidad nos debatimos constantemente entre el sillón y el paseo, y una clara muestra es que a pesar de que cada vez nos esforzamos menos físicamente por conseguir alimento, el éxito de los deportes a nivel masivo es innegable. La industria deportiva es una de las más rentables en todo el mundo, aporta algo así como el 1% del PIB global. Nada despreciable si consideramos que la agricultura, en promedio, aporta un 6%. En un capitalismo evolucionista, ambas industrias deberían dejar la misma derrama porque lo que te comes lo tienes que quemar. Fin. No moralicen a la evolución, por favor. Campillo dice que los maratones sean siempre eventos masivos nos habla de una salida inconsciente para no sucumbir ante los recuerdos paleolíticos: “El ejercicio que algunas personas hacen cada tarde en el gimnasio o trotando por las calles es la forma diferida de saldar la deuda energética muscular contraída por los alimentos ingeridos a lo largo del día, y que ni se cazaron, ni se cultivaron”.
Con eso de fondo, resulta alarmante, aunque bastante curioso, que la tasa de personas con obesidad aumente año con año y que el sedentarismo sea una enfermedad social cada vez más extendida. Nuestra tendencia natural es movernos, ¿en serio somos tan débiles ante la pereza? Quizá sí, un poco, quizá nada… porque tenemos que tomar en cuenta que vivimos en sistemas económicos, sociales y culturales que nos esclavizan al sedentarismo. Enlisto:
- Sistema económico. Vivimos atados a una industria alimentaria voraz que con tal de aumentar sus ventas modifican sus productos de forma ultraprocesada expulsando comida que no solo no nutre sino que confunde al cerebro para que estimule el apetito de manera irregular generando adicción y aletargamiento. Es decir: enormes industrias transnacionales (cualquiera reconoce sus logos, ni me voy a desgastar en mencionarlas) nos quitan las ganas de movernos y nos aumentan las ganas de comer y comer mal. En términos bioéticos, violan nuestro diseño evolutivo con tal de hacer más rica a gente que ya no necesita ser más rica.
- Sistema social. Vivimos inmiscuidos en la codependencia tóxica entre la ciudad y los coches (sobre todo si habitas en el continente americano). Aquí se rompe la matrix de la evolución: llego a la tienda a comprar comida que no cacé y no cultivé montado en una máquina que quema hidrocarburos en lugar de yo quemar las calorías que me voy a comer. Rescato un dato: tras la caída de la URSS, Estados Unidos endureció el embargo contra Cuba lo que provocó una intensa crisis conocida como el Periodo Especial. Los cubanos pasaron de consumir tres mil calorías diarias a unas dos mil doscientas y la escasez de combustibles los obligó a caminar a todos lados o utilizar bicicleta. Un estudio publicado en la revista British Medical Journal, mostró que aquel cambio radical de estilo de vida produjo beneficios para la salud de los cubanos aunque en la memoria colectiva recuerden este periodo como una desgracia. La combinación de dieta y ejercicio provocó una pérdida generalizada de cinco kilos por persona, lo que impactó en reducir a la mitad las muertes por diabetes y en un tercio las causadas por enfermedad coronaria.
- Sistema cultural. En general, la cultura del deporte de alto rendimiento es tóxica, competitiva y excluyente. Quizá este es el punto más delicado y subjetivo, pero nadie puede negar que la invención del deporte de alto rendimiento ha causado que muchas personas nos sintamos desatendidas, comparadas y torpes, y por lo tanto nos inhibamos al momento de querer hacer ejercicio. Aquí resulta necesario atender las diferencias sexuales y de género en cuanto a disciplinas y exigencias en deportes de alto rendimiento, así como los modelos corporales impuestos por la industria de la moda y del fitness.
Sobre este último punto concluyo mi banal reflexión sobre los músculos humanos. Cuando vives con diabetes —ya sea tipo 1, pero sobre todo tipo 2— el ejercicio no es una sugerencia, es una exigencia. Aunque a estas alturas queda claro que no es la enfermedad sino el diseño evolutivo el que exige movernos…
Pero por más que fuera un requisito en la receta médica, por muchos años enfrentarme al ejercicio físico me levantaba traumas y temores que se gestaron en la infancia: soy hijo de un futbolista de hueso colorado y “salí artista”, endeble, jotillo, por favor no me den balonazos en el recreo. Nunca hallé una disciplina y eso que mis papás lo intentaron todo (quizá faltó tenerle menos miedo a la gimnasia o a unas clases de baile). Pero hacer deporte implicaba abrir la puerta de todos mis fracasos y mis razones tenía. Una de las más memorables es aquella vez que Lupita, mi maestra de educación física en la primaria salesiana, nos formó a todos en una fila y nos pasó al frente (solo a mí y a otros dos) para gritarle a la pared y que se nos quitara “la voz delicada”. Fue bastante humillante y patético en medio de puros niños cuyo único sentido en la vida era jugar futbol. Evidentemente tenía justificado odiar la clase de educación física; aunque la diabetes, la evolución y todo el mundo dijeran lo contrario.
Años después, superé a la maestra Lupita y sus ideas estúpidas y me hice de otros capitales en donde el ejercicio no solo no era necesario sino hasta restaba puntos: ¿cuándo vieron a Virginia Woolf hacer un burpee o a Juan Rulfo una serie de abdominales? Jamás. Así que aproveché ese esnobismo para huir de semejante responsabilidad evolutiva. ¿Mi energía? Claro, directamente al cerebro. Esporádicamente asistía al gimnasio con una pesadez inexplicable que solo me hacía odiar más la diabetes y hasta me acuerdo de una vez que leí Rayuela mientras estaba en la caminadora. Rayuela. En la caminadora.
Pero desde hace un año, por fin, descubrí una actividad que me gusta y que disfruto y que salda la deuda evolutiva de las calorías que consumo sin cazarlas ni recolectarlas. El cambio de régimen fue radical y de un día a otro. Mandé al carajo a Woolf y a Rulfo y me concentré en mejorar mi técnica, en aumentar el peso, en reaprender a respirar, en conectarme con mi cuerpo y todas esas ridiculeces hermosas de la vida fitness. Pero así soy yo: obsesivo, de convicciones automáticas, con tendencia al dogma y la hipérbole.
La verdad es que no sé bien ni cómo lo hice. Supongo que fue una mezcla de todo: la despedida de la juventud; la autoconciencia de que la única propiedad privada que compartimos absolutamente todos los seres humanos es nuestro cuerpo; el trabajar la autocompasión para que sea posible la disciplina; los cambios en tu cuerpo que se empiezan a notar poco a poco pero que es una forma de decirte a ti mismo: “gracias por todo lo que haces por mí, así que ve y presúmeme”. Aunque claro, todo en exceso es malo, el mito de Narciso es ya bastante viejo… y griego.
Me gusta pensar que movernos es una de las acciones egoístas que más impacto tienen en lo colectivo. Mi cuerpo es mío y de nadie más, pero si tengo un cuerpo que se mueve y que procura lo sano, seré una carga menos pesada para los demás: algunos de los monstruos en mi cabeza acaso encontrarán la forma de expulsarse en sudor y brincos en lugar de hacerlo con gritos y llantos; podré no cobrarle tanto a los sistemas de salud pública (que pagamos todos) y evitar consecuencias horribles de la obesidad y el sedentarismo (como la diabetes tipo 2); y, sobre todo, podré sentirme más feliz y capaz y por lo tanto estar más atento a las necesidades de otros.
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