La otra metamorfosis


Así como Gregorio Samsa —el protagonista de La metamorfosis de Franz Kafka— un día amaneció convertido en un monstruoso insecto; yo, un día, amanecí convertido en un páncreas. (Tan rara palabra; aunque sea griega.) Y a pesar de que el páncreas pudiera no ser tan monstruoso, lo que devino después de semejante conversión fue, por lo menos, aterrador.

Fue un día de no sé qué año ni tampoco sé qué mes y mucho menos qué día. Solo sé que acababa de cumplir nueve o diez u once años. Cuando te conviertes en páncreas todo resulta borroso y el expediente se queda empolvado en amarillentas y humedecidas carpetas dentro de inaccesibles cajas de consultorios médicos en tonos ocres con cristales añejos cuya luz es tan tenue que resulta imprudente.

Sin embargo, dentro de su desgracia, Samsa fue afortunado. Amaneció un día hecho un bicho, con su costrosa espalda y sus repugnantes patas. Pero no se percató de su transición. Solo sucedió y ya.

Pero, cuando tu metamorfosis es a un páncreas, esa mudanza resulta dolorosa. Y más porque tienes nueve, diez u once años y no entiendes bien quién eres o qué sucede contigo. 

El primer paso para la metamorfosis es la resequedad. No es un cambio de piel, es una tendencia a la sequía. La sed: lo primero que va a ocurrir es sed en abundancia. Mucha sed. Pero como es tanta el agua retenida,  no puede permanecer en tu cuerpo. Entonces así cómo llegó la sequía, llegan las lluvias. Y el cuerpo se convierte en una tormenta de orines. A las once de la noche, a las cuatro de la tarde, a las cuatro de la madrugada, a las cinco, a las seis, a los nueve, diez u once años. Porque el cuerpo, su torrente sanguíneo, es igual que un río y un río si se llena de melcocha, de lirio, de lodazal, busca drenarse, limpiarse, fluir. Entonces hay un ciclo y llegan las lluvias, torrenciales, a limpiar el río lleno de melcocha que alenta y adormece. 

Por eso la sed. Por eso la orina. Porque estás lleno de melcocha. No me gusta usar la palabra glucosa, es una palabra a la que le tengo pavor. Glucosa en sangre, glucosa alta, glucosa prohibida. La palabra es tan pegajosa como caramelo derretido. Es un buen ejercicio de sinestesia: la palabra glucosa empalaga. Como cuando una paleta de hielo se descongela y se queda esa sensación pegajosa en tu mano, en el suelo, que te molesta y que tienes que librarte de ella... con agua. 

Pero cuando estás en tu metamorfosis a páncreas, por supuesto que no sabes lo que te pasa y desconoces que estás lleno de melcocha y que tu sangre, que es un río, se tiene que limpiar y por eso te pide, te ruega, que llueva. Que tomes agua, mucha agua, veinte litros al día a veces treinta, para que llegue al río y se limpie y vayas a orinar nueve, diez u once veces al día.

El peor día fue en un viaje a la Sierra del Tigre. Entre las actividades laborales de mi padre estaba coordinar a las fuerzas básicas del Atlas de Guadalajara. Fue un fin de semana de concentración y entrenamiento profesional para futbolistas jóvenes. Yo tuve el buen tino (o la desgracia, depende la perspectiva) de ser el único hijo varón de mi padre y aborrecer el futbol. Entonces existía un hueco emocional entre nosotros (entre el futbol y otras cosas, que después pudimos subsanar y equilibrar), pero en ese momento era importante hacer ese viaje entre padre e hijo y su hueco emocional y sus nueve, diez u once años y sus frustraciones y aborrecimiento y sobre todo, sobre todo, la sequía. 

Y a esa edad, como cualquier otro niño, esperaba que mi papá tuviera la respuesta y me quitara la sed pero no la tenía. Porque no la tenía ni él ni nadie antes de 1921 cuando en Toronto en Canadá en una universidad un señor académico muy serio y su alumno abrieron un páncreas y se dieron cuenta de que en las islas de Langerhans no había células de una hormona necesaria para convertir la melcocha en energía y tener un sistema funcional. Las islas o islotes de Langerhans son la parte del páncreas donde se produce la insulina. La palabra insulina viene de ahí, de las ínsulas. Les tengo una noticia: extríctamente, sí somos islas.

Entonces yo lloraba, porque era un niño, y no me acuerdo si estaba o no estaba mi papá o los jóvenes futbolistas del Atlas de Guadalajara o los veladores de las cabañas en la Sierra del Tigre. No recuerdo a nadie. Solo recuerdo que lloraba. Y mi papá, como buen papá, que no sabe la respuesta ante el agobio insoportable de su hijo quien le ruega quitarle la sed... además de agua me daba bebidas azucaradas con electrolitos porque así es cómo los jóvenes futbolistas se quitan la sed después de un partido. Apagar el incendio con fuego. Llenando el río con melcocha de bebidas que se anuncian con frases como: «Nada te puede vencer»«La evolución eres tú»«Eres tu propio rival»

Si en ese viaje no me desmayé o terminé en la clínica de salud es porque, quizá, la melcocha se me salió por las lágrimas. 

«Creo que puede ser diabetes», ahí es cuando la metamorfosis comenzó a concretarse. Recuerdo que mi mamá lo decía con miedo. No le he preguntado quién o cómo se dio cuenta de que la sed, la orina, el llanto, tenían que ver con la diabetes y no con otra cosa. (Se estima que cada año, alrededor de 40 mil personas mueren en todo el mundo por diabetes tipo 1 sin haber recibido un diagnóstico; 40 mil personas muertas en un río de melcocha.) 

Hay muchas cosas que no le he preguntado a mi mamá sobre aquellos años. Quizá porque lo que viví yo en ese momento, ella también lo vivió conmigo. Y así yo lloraba en mi recámara y ella en la suya y mi padre y mis hermanas nos trataban de consolar, de calmarnos. ¿Consolarnos y calmarnos? ¿Para qué...? Todos sabíamos que lo que estaba por venir, aunque desconocido, era aterrador. Y mi mamá lloraba no por los cambios que iban a ocurrir en su vida, y en sus cuidados, y en su amor... sino porque se estaba enfermando conmigo y porque, si hubiera podido, me habría donado en ese momento su páncreas pero no se puede ni se podrá ni sabes si seguir creyendo en los remedios o en la idea de que algún día hallaremos la cura. 

(Mientras escribo esto, leo intermitentemente Desmorir de Anne Boyer, que me recomendó Iván porque hemos estado platicando sobre cómo hay muy poca obra literaria sobre diabetes. Y Boyer —poeta y ensayista estadounidense que recibió el Pulitzer por ese libro que va sobre su cáncer de mama— se cuestiona (nos cuestiona): «¿Cómo es tener un cuerpo enfermo en un tiempo y en un lugar específico? ¿Quién y cómo se cuida un cuerpo enfermo? Cuando el cuerpo enferma, ¿se escribe sobre una experiencia de vida o sobre una experiencia de muerte?».)

El doctor Alberto Solano, endocrinólogo, confirmó lo que ya sabíamos: diabetes tipo 1. Volvimos a la casa a llorar pero con una receta de insulina en la mano. La principal ventaja de la metamorfosis a páncreas es que, a diferencia de Gregorio Samsa, existe ese invento del doctor canadiense de 1921 que si te lo inyectas calma la sed y evita que la gente y tú y todo no se den cuenta de que eres un páncreas. Este párrafo parece un cuento muy malo de Kafka, una segunda parte no solicitada de la metamorfosis. Aunque esperanzador, muy alejado del oscurantismo kafkiano: ser un páncreas te permite seguir viviendo.

Entraron llamadas de todos lados y a todas horas. Tías, primos, amigas, conocidos, familiares, el padre Chayo, las monjas del Teresiano... todos te mandan saludar y te dicen que vas a estar a bien, que le eches muchas ganas, que te mandan un abrazo fuerte. Pero en realidad tú y la otra persona que habla por teléfono saben que el mensaje más sensato sería: qué pinche mala suerte que te tocó a ti, mano', qué jodido y qué alivio que no soy yo quien se va a tener que picar una o dos o nueve o diez u once veces al día.

Cuando narras cosas sobre tu enfermedad, siempre se aparece la duda de si me estoy comportando como una víctima o como un héroe. Si estoy buscando compasión y lástima, o admiración y respeto. Al final, concluyo lo mismo: soy un cuerpo enfermo y nada más. El victimismo o el heroísmo se difuminan una vez que la otra persona olvida la conversación o la lectura sobre esa enfermedad que no es de ellos. Pero yo voy a seguir viviendo con una enfermedad crónica. Aunque del otro lado del teléfono te digan: la ciencia está muy avanzada, qué bueno que hay tratamiento, verás que te va a ir muy bien. Y sí, todo es cierto, tan cierto como que a los nueve, diez u once años viví la metamorfosis a un cuerpo enfermo. Condenablemente enfermo. Aunque, claro, mucho más que solo eso: soy también un cuerpo agradecido, consciente, con una familia que acompaña para que esto sea menos complicado todos los días de su vida y con mucho privilegio para acceder al tratamiento más avanzado. 

El doctor Solano hacía chistes. Supongo que la experiencia le dio el consejo de recibir a sus nuevos pacientes con buen humor después de los últimos tiempos tan llenos de sed, de melcocha, de análisis de sangre, de números en gráficas y de angustia. El doctor Solano tenía la cara redonda y morena y los ojos rasgados con una expresión muy oriental y la cabeza llena de canas blanca y las manos le temblaban un poco no siempre sobre todo cuando escribía. Porque hacía gráficas: así la insulina entra, sale, sube, ocho unidades, tres porciones de carbohidratos, nueve, diez u once años.

El doctor Solano era un buen tipo. Te daba hojas y hojas con tablas nutricionales, con informes sobre avances médicos, con campamentos para niños diabéticos en Estados Unidos, con la historia de la diabetes... del tratamiento de la diabetes. (Tan rara palabra; aunque sea griega.) Y nos trataba bien, sin condescendencia, más bien de forma indiferente. Y me pasaba siempre a un costado del consultorio y me pesaba, me medía, me tocaba las glándulas, las otras que sí funcionan que no son el páncreas, me explicaba dónde iban los piquetes,  y muy al contrario de mi mamá y de mí, no le tenía miedo a la metamorfosis.

Después viene lo de siempre: la imprudencia de la comunidad. Porque en la economía de los favores (que es cuando no hay instituciones de por medio, sino simples buenas intenciones de tías, primos, amigas y conocidos) el criterio no es el protocolo, sino el chisme. 

Entonces hay de dos: la fantasía o la hecatombe. Y, si somos honestos, es mucho más digna aunque culera la hecatombe que tratar de mentir con ilusiones falsas. Hay un chamán por Amatitán, una prima se curó con unos jugos del mercado Corona, ve con ese psicólogo es muy bueno porque dicen que esas enfermedades se dan porque traen algo atorado desde niños. 

La hecatombe, aunque pavorosa, por lo menos es honesta. Sí, de eso murió mi papá, a una prima le dio más niña que a ti y ahorita ya perdió la vista, por pie diabético le cortaron las dos piernas a mi abuela, yo soy igual que tú pero la verdad nunca me cuidé y ahorita estoy viendo si pago un millón de dólares para transplantarme un páncreas en Houston. 

El doctor Solano tenía un consejo indiferente pero sabio: hagan lo que quieran, crean y coman en lo que quieran, solo dos requisitos: no engordes y nunca te dejes de inyectar insulina. 

Mi mamá primero me inyectaba en el brazo, a veces en la panza. A los pocos días cayó en consciencia y me incitó a la valentía: tienes que hacerlo tú solo, yo no voy a poder estar siempre ahí. A mi mamá la ha caracterizado la fortaleza y el sentido común. Tiene una estrategia muy inteligente: primero llora, explota, se desgarra... luego, ya con calma, retoma la practicidad de la vida.

A los nueve, diez u once años comencé a inyectarme insulina y desde ese día no he dejado de hacerlo. Ya no contemplo mi vida sin esas prácticas, por más que en el fondo de mi deseo, esté todavía el afán por la cura. 

La curiosidad humana —que deviene en alquimia, que después es remedio, que después son batas blancas, que después es ciencia se sustenta en la soberbia por querer saberlo todo, por querer controlarlo todo: la naturaleza misma, el espeluznante azar de haber perdido las células beta de los islotes de Langerhans y aún así tener la capacidad de resolverlo. Con piquetes, con frascos y fracasos, con dietas, con todo y todo. 

Pero la curiosidad humana, además de soberbia, también es profundamente solidaria. Le dio la oportunidad a un niño de nueve, diez u once años de no morirse y de extenderle, como sea y con lo que sea, lo más bonito de la vida, que es eso: la vida misma. 

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